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jueves, 29 de octubre de 2015

Pepe de la antonia (ed.2015/16)

El innombrable

Cuando murió El Innombrable, después de una lenta agonía repleta de tubos en la cabeza, al más cruel estilo Makoki; fotografiado ignominiosamente por algún desaprensivo adicto al régimen y a las divisas, yo era, a la sazón, un tierno infante a punto de cumplir los catorce años.
Aunque no era demasiado valiente, había aprendido que no debía tener miedo a la oscuridad, sino más bien a ciertos especímenes uniformados de gris y, generalmente, con cara de pocos amigos.
Por poca vida que tuviese a mis espaldas, conocía lo suficiente, sobre el régimen y sus fechorías, como para desear que la vida en este país cambiara totalmente de rumbo.
Era el día veinte de Noviembre de 1975 y cientos de personas formaban cola para rendir su postrer homenaje a un dictador, con voz de vicetiple, pero con una gran soltura para rubricar penas de muerte.
Él, que se presumía padre y guía de todos los buenos españoles, las había diñado, como cualquier hijo de vecino, en circunstancias desagradables y penosas.
Como dijo Jorge Manrique: “en llegando son iguales los que viven por sus manos y los ricos”. O sea, que la muerte nos iguala a todos, los buenos, los malos y los capitanes de Regulares.
No obstante, El Innombrable iba a ser enterrado con todos los honores en su Valle de los Reyes particular. Aunque no sería enterrado boca abajo, como algunos insurrectos incorregibles pretendían.
Media España lloraba al viejo militar, mientras otra media intentaba brindar con champán sin que se notase mucho el motivo de ese brindis.
Y allí estábamos, mis amigos y yo, sin dinero y con ganas de celebrar. Tal vez vayamos al Infierno por ello.
Ciertamente éramos muy jóvenes y con pocos recursos, al menos monetarios.
Así que nos vimos obligados a realizar una colecta y rascarnos los bolsillos para, entre todos, conseguir el dinero suficiente… no para champán (entonces en Madrid no se estilaba eso del “cava”), sino para algo más modesto, lo único que nos pudimos permitir: una botella de sidra El Gaitero.
Los puristas dicen ahora que “eso ni es sidra ni es ná”. Pero yo les aseguro que, teniendo aún recientes las últimas ejecuciones llevadas a cabo poco tiempo antes por Don Francisco Franco Bahamonde, aquella botella nos supo a gloria.
Y no porque fuésemos creyentes del misterio sacrosanto que tanto había defendido el régimen. Éramos creyentes, sí, pero en algo mucho más mundano y descolorido en aquellos años setenta: éramos creyentes en la libertad. Y en que, dado que una cosa lleva a la otra, como la noche sigue al día, aquella muerte, de alguna manera, nos iba a traer la vida.
Y ahora debo terminar, antes de que los amantes de la televisión se piensen que soy otro personaje de la serie “Cuéntame cómo pasó”. Pero les aseguro que, en aquellos momentos, “Cuéntame” no era más que una inocente canción de Fórmula V, con la que los jovencitos bailábamos desmelenados en los guateques, ajenos a los avatares que la Historia futura nos depararía.

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