Somos vikingos por la gracia de Odín. Y yo digo "maldita sea esa gracia".
Un don que nos obliga a permanecer impasibles ante el enemigo, a castigar a los débiles que se cruzan en nuestro camino, a rapiñar hasta la saciedad sin ningún miramiento.
Nacimos para ser labradores en los campos, para mirar crecer a nuestros hijos al viento, para amar a mujeres fuertes de ojos azules. Pero desde el mismo momento de nuestra cuna, la gracia de Odín nos hizo temibles guerreros.
Cogimos los bártulos y nos lanzamos a los mares. Llegando a costas que ni siquiera podíamos imaginar.
Y allí, arrasamos los campos, degollando a los hijos de otros hombres, violando a sus mujeres. Y nos retiramos victoriosos con un botín de sangre.
Entonces volvimos a nuestra añorada aldea. Solo para poder comprobar que, en nuestra ausencia, otros hijos del dios al que adorábamos, tan feroces y rubios como éramos nosotros, se habían adueñado de las casas, sembrando pánico y muerte entre los nuestros, haciendo suyas a las mujeres y esclavizando a los niños.
Luchamos y vencimos... o perdimos, porque después de aquello ya nada fue igual.
La sangre se había instalado en los cerebros y ninguna lluvia podría borrar su cruel influjo.
Somos vikingos.
Por la gracia de Odín.
Por la maldita gracia de un dios que nos ignora.
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