Era una sombra, una sombra vaga y gris acurrucada contra la pared del sucio edificio. Encogida, envuelta en varias capas de mugrienta tela, tiritando a ratos, mirando al suelo siempre, pasaba el día. Un pañuelo amarillento recogía las pocas monedas que los transeúntes dejaban caer.
La sombra no hablaba, no gemía, no se movía, tan mimetizada con la pared que sólo el pañuelo sobre la acera revelaba su presencia. La gente no quería verla y ella ponía todo su empeño en complacerlos.
Tan buena llegó a ser en pasar desapercibida, que cuando murió nadie se percató de su muerte y las monedas, escasas, lentas, siguieron cayendo sobre el mugriento pañuelo.
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