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lunes, 1 de septiembre de 2014

Edición 2014 - La causa de la palabra, por Mari Carmen Azcona

Había algo en Adrián que levantaba las suspicacias de quienes se cruzaban en su camino. Quizás su postura encorvada, su mirada huidiza, como incapaz de mirar con fuerza la realidad. Pero si se hubieran molestado en prestarle un poco de atención, habrían encontrado a un ser asombroso con toda la ternura del mundo en sus ojos castaños.

Adrián había nacido con un alma sensible y, con el paso del tiempo, desarrolló una empatía tan grande que era capaz de leer los sentimientos de los demás como si se tratara de un libro. Ese don le hacía ser consciente de todo un complejo universo de información emocional, a veces dolorosa e intolerable, que otros no percibían. Sufría por todo y por todos, no entendía, no encontraba su lugar.. Sin embargo nunca perdió la confianza en sus semejantes. Adrián pensaba que todos llevamos un ser bueno dentro, solo que algunos no saben cómo llegar a él.

Ese pensamiento fue lo que le llevó a buscar otros lugares en los que la tarjeta de crédito no fuera señal de identidad, en los que el miedo y la desconfianza no controlaran cada acto, en los que descubrir una vida paralela de sinceridad y amistad. Preparó una maleta con lo imprescindible, dejando espacio para esos cuadernos, siempre de tapas azules, en los que escribía cada pensamiento, cada impresión. Y se fue a la estación de ferrocarril de su ciudad.

--Deme un billete, por favor...

--¿Para dónde?

Adrián se quedó pensativo un momento. En realidad poco importaba, dejaría que el destino guiara sus pasos...

--¿Cuál es el primer tren que sale?

--El de las 10:45 con destino a Paris.

Y llegó a Paris. Y de París se fue a Inglaterra, y luego a Alemania, a Rusia... Pero no tardó en darse cuenta de que Europa se repetía en sus plazas, iglesias, monumentos, en la vida que creía haber dejado atrás. Comprendió que escapar, huir no era la solución, que responsabilizar de lo que no le gustaba a los demás era absurdo, que el cambio, si realmente lo deseaba, estaba en sus manos. Y él tenía una herramienta especial, una herramienta que siempre le había acompañado y que guardaba: la escritura.

Así que regresó a España y comenzó a escribir en un periódico. Con <> como lema en sus artículos y título consiguió, finalmente, tener una sección en el diario. Se dio cuenta que podía viajar con la mente, que el cuerpo no era más un lugar de referencia para sus movimientos, pero que el vehículo más poderoso estaba dentro de él, siempre le había acompañado. Todo lo que deseaba que cambiara estaba en su pensamiento. Recordó el famoso poema de Blas de Otero y comprendió que, cuando las manos no pueden cambiar la materia del mundo, queda la palabra.

Y, para la palabra, la única causa perdida es callar ante la injusticia. Para la palabra la única causa perdida es el silencio

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