Una lánguida noche de verano, de esas en que la mente ociosa divaga sin sentido, charlaban un sabio y el Destino sobre cosas humanas y divinas. Moviendo los brazos con pasión, derramando el vino de su copa, afirmaba el sabio que, si en lugar de reyes reinaran los poetas, otro gallo más afinado le cantaría al mundo. En cambio, el Destino, con un brillo de burla en su mirada de ébano, opinaba que el sabio más que sabio era un ingenuo.
Tras varias horas de vino y discusión infructuosa, decidió el Destino demostrar su punto de vista con un ejemplo vivo y propuso elevar a un poeta hasta el trono para comprobar qué ocurría. El sabio aceptó, borracho y encantado, el perverso juego, sin apenas protestar por convertir a un ser humano en juguete del Destino.
Y fue así como Amir, que se había acostado en un mísero catre apenas cubierto por una raída manta, con el estómago rugiendo de hambre, el futuro apenas visible en la oscuridad y el alma llena de bellos sueños, despertó entre finas sábanas, ricas sedas y atentos sirvientes.
Volvió el Destino a mover los hilos de la vida humana y volvió el sabio a sus sabidurías y no volvieron a reunirse hasta quince años más tarde, que fue el plazo establecido para comprobar el resultado del experimento.
Llegó el Destino a la cita con su mismo mirar oscuro y su misma ladeada sonrisa y llegó, algo más tarde, el sabio con unas pocas arrugas de más y algún cabello de menos. Era otra lánguida noche de verano, acompañada de otro rojo vino y tras un rato de insustancial charla sobre sus respectivas vidas, Destino y sabio se dispusieron a contemplar el resultado de su experimento.
¿Qué había sido del poeta? ¿Era el reino mejor reino que antes? ¿Había gobernado con sabiduría y prudencia? El sabio estaba convencido de que así había sido. El Destino no abandonaba su irónica y ladeada sonrisa.
-Veamos -dijo el Destino con una voz tan oscura como su mirada, y ante ellos se desplegó la vida de Amir.
Lo vieron, confuso y perdido los primeros días de su misterioso cambio de vida. Contemplaron el asombro transformarse en normalidad y la confusión en ilusión. Observaron al antes poeta y ahora rey, comenzar docenas de ilusionantes proyectos que debían mejorar la existencia de sus súbditos, acabar con la pobreza, firmar la paz, desarmar ejércitos, abrir escuelas.
Y el sabio, satisfecho, sonreía y lanzaba pullas al Destino. Estaba claro que él tenía razón y un poeta era mejor gobernante que cualquier rey. El Destino callaba y sonreía sin dejar de observar.
En las imágenes que el Destino mostraba, Amir comenzó a cambiar. Poco a poco, olvidó que él era pueblo, olvidó que él había sido pobre, olvidó que había pasado hambre, olvidó sus noches de desesperación, olvidó lo que sus súbditos necesitaban. Se rodeó de lujo, de belleza y de gentes refinadas y acabó olvidando que él, Amir, había sido poeta y pobre. Tras varios años de reinado Amir no se diferenciaba en nada de cualquier otro rey y su reino no se diferenciaba en nada de cualquier otro reino.
El sabio calló, abatido.
El Destino sonreía abiertamente.
-Ya ves, amigo -dijo-, que ser poeta no garantiza un buen rey.
-Cierto es -respondió cabizbajo el sabio-, reconozco que estaba equivocado y pagaré gustoso la apuesta.
El Destino y el sabio se sirvieron una nueva copa de vino, sonriente -como siempre- el uno y pensativo -como siempre- el otro.
-¿Y qué fue de aquel que debía reinar?
-Ah, el rey Nabih... No te lo creerás, viejo amigo, pero ahora es pobre, feliz... y poeta.
Y el Destino lanzó una sonora carcajada.
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