Se casa de blanco crudo en la graciosa ermita blanca de cal de la montaña rosa palo, paseando hasta
el altar con disimulada angustia de agnóstica. Nadie atisba un ápice de su furia anticlerical,
inclemente con los sacerdotes y la esotérica madre Iglesia, a la par que sus amigas, gente sensible,
moderna y flamante en pro de un ateísmo más severo que el rostro de la Moreneta. Nadie aguantaba
ya ese embrollo de padre, hijo, espíritu santo y tocadores de monaguillos vacíos de moral, y se
vaciaban así mismo con razón los templos cristianos y envejecían las prendas de marinerito
mientras abrían otras parroquias de público entrañable y perceptivo destinadas a iluminar (y
comerciar) en lo recóndito y oculto de la espiritualidad alternativa. Y ocurrió al fin que, mientras la
sanación común se convertía en una maravilla de mercaderes, mientras cerraban bares, tiendas de
ropa, peluquerías y salas de cine, los santuarios de la nueva sensibilidad abrían sucursales en cada
pueblecito, en las ciudades insalobres de malas energías, y alumbraban con promesas de una lozanía
de alma y organismo que ni Buda en su séptima reencarnación la hubiera poseído. De este modo,
aquello que nos otorga salvación a todos, nuevamente misterioso, inextricable y trufado de
maravillas, enfrascado en hábil dilución, le permite a ella, previo desembolso, esfumar la angustia y
unas ligeras e indistintas migrañas justo antes de pronunciar el “sí quiero”.
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